El disfraz


            El término carnaval está asociado a la utilización de disfraces y a días de fiestas y diversión. Aunque estas festividades tienen muchos años celebrándose no siempre se relacionó al hecho de ponerse un disfraz, esta acción se produjo por la mezcla de fiestas y tradiciones provenientes de diferentes culturas.
            La costumbre o afición al disfraz data de muy antiguo. Parece ser que los Romanos ya se disfrazaban en las “Saturnales”, fiestas en las que durante tres días consecutivos se olvidaban del orden establecido y se entregaban a fiestas y saraos.
            Por tanto fue Italia la cuna del disfraz en Carnaval y donde alcanzó mayor importancia y aún hoy podemos observarlo en ese país.
            Pero una cosa es el disfraz y otra el arte de disfrazarse. Es aquí donde entra el sentido mágico de la fiesta. La disimulación, el engaño, la burla, el no ser de cada uno o, si abundamos un poco más profundamente, el ser auténtico de cada uno.

            En principio, el disfraz representa el alma de los malos espíritus. Las  máscaras del Carnaval, originalmente, tienen un carácter religioso-espiritual, o sea, el de derivar en su principio el culto de los muertos, creyendo que el mejor modo de conseguir su amistad era antropomorfizarlos. El que personificaba al muerto vestía de blanco y se cubría la cara con una máscara. Este disfraz era un antepasado de los nuestros.
            En Europa se catapultó el disfraz, cuando en las fiestas de la alta sociedad se podían mezclar gente de clase baja camuflándose como uno más, sin ser reconocidos por la utilización de máscaras y disfraces, esta acción le dio el salto final a la implementación de los disfraces en las fiestas.
            En Alemania aparecieron las máscaras en Carnaval más que para ocultarse, para representar piezas burlescas y pretenciosas, mofándose a través de la máscara del orden establecido, tanto civil como religioso.
            Por su parte, los griegos o los egipcios también se disfrazaban en homenaje a sus deidades o incluso las Saturnales que celebraban los romanos que es la primera semilla de lo que hoy en día es el carnaval. Optaban por camuflarse bajo máscaras y otras ropas para preservar sus identidades por los excesos cometidos.
            Durante el reinado del Carlos III se introdujeron en España, con cierto relieve, los bailes de máscaras. Fernando VII no los permitió por las calles, y la reina María Cristina los volvió a autorizar durante su regencia.
            También los datos históricos nos dicen que los sumerios se divertían pintarrajeándose o colocándose máscaras alrededor de una hoguera para ahuyentar a los malos espíritus y tener buenas cosechas y pedir a los dioses que sus tierras fuesen fértiles.

            Por el anonimato y el misterioso aire que rodea al enmascarado, miles de personas buscan todos los años esta transformación como válvula de escape a sus más escondidos deseos. Así el uso temporal de las máscaras permite un espectacular espejismo social; el pueblo descubre como un bello vestido puede convertir al esclavo en señor, y engañado por esta circunstancia, piensa que no tiene patrón cuando tiene puesta una máscara.
            También con la mascara se da rienda suelta a la creatividad y fantasía de cada uno. Cambiar esa máscara que llevamos puesta todo el año, por una mas acorde con nosotros mismos. No quiere decir esto que la tendencia de la máscara al travestismo sea únicamente una forma de expresar deseos de encarnar el sexo contrario, sino además contribuir a un mayor clima de misterio y confusionismo.
            Nada más percatarse la máscara de que no es reconocida, se lanza a una serie de bromas y desvergüenzas que en circunstancias normales sería incapaz de realizar, hasta el punto que, llegado un momento tal, no es capaz de reconocerse ni el propio enmascarado.
            Dentro del disfraz carnavalesco no existe un orden establecido en el modo y en la forma de disfrazarse, pero sí surgen, con el paso del tiempo, una serie de figuras y personajes que en cada lugar adquieren personalidad propia.
           




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